Fragmento del audiolibro (de otra parte del libro).
El tráfico en Brooklyn estaba restringido, excepto para emergencias, y ese era exactamente el caso de Richar Bowmaster. Vio en internet la dirección de la clínica veterinaria más cercana que estuviera abierta, que resultó ser una que ya conocía, envolvió al animal en una manta y lo puso en el automóvil. Se felicitó de haberle quitado la nieve en la mañana, sino estaría atascado, y agradeció que el desastre no hubiera ocurrido el día anterior en medio del vendaval, porque no habría podido moverse de la casa. Brooklyn se había convertido en una ciudad nórdica, blanco sobre blanco, los ángulos suavizados por la nieve, las calles vacías, una extraña paz, como si la naturaleza bostezara. “No se te ocurra morirte, Três, por favor. Eres un gato proletario, tienes tripas de acero, un poco de anti-congelante no es nada, ánimo,” lo alentaba Richard mientras manejaba con terrible lentitud en la nieve, pensando que cada minuto que perdía por el camino era uno menos de vida para el animal. “Calma, amigo, aguanta. No puedo apurarme porque si patinamos estamos jodidos, ya vamos a llegar, No puedo ir más rápido, perdona…”
El trayecto de veinte minutos en circunstancias habituales le tomó el doble y cuando por fin llegó a la clínica, la nieve había vuelto y Três estaba agitado de nuevas convulsiones y babeando más espuma rosada. Los recibió una doctora eficiente y parca de gestos y palabras, quien no manifestó optimismo respecto al gato ni simpatía por su dueño, cuya negligencia había provocado el accidente, como le dijo a su ayudante en voz baja, pero no tan baja como para que Richard dejara de oírla. En otro momento él habría reaccionado ante ese comentario de mala leche, pero una ola poderosa de malos recuerdos lo volteó. Se quedó mudo, humillado. No era la primera vez que su negligencia resultaba fatal. Desde entonces se había vuelto tan cuidadoso y tomaba tantas precauciones, que a menudo sentía que iba pisando huevos por el camino de la vida. La veterinaria le explicó que podía hacer muy poco. Los exámenes de sangre y orina determinarían si acaso el daño a los riñones era irreversible, en cuyo caso el animal iba a sufrir y más valía darle un fin digno. Debía quedar internado; en un par de días habría un diagnóstico definitivo, pero había que prepararse para una mala noticia. Richard asintió, a punto de llorar. Se despidió de Três con el corazón anudado, sintiendo la mirada dura de la doctora en la nuca; una acusación y una condena.
La recepcionista, una joven con el pelo color zanahoria y una argolla en la nariz, se compadeció de él al comprobar cómo temblaba cuando le pasó su tarjeta de crédito para el depósito inicial. Le aseguró que su animalito estaría muy bien cuidado y le señaló la máquina de café. Ante ese gesto de mínima amabilidad a Richard lo sacudió un sentimiento desproporcionado de gratitud y se le escapó un sollozo que subió desde el subsuelo. Si le hubieran pregunta qué sentía por sus cuatro mascotas, habría contestado que cumplía con la responsabilidad de alimentarlas y limpiar la caja de arena; la relación con los gatos era sólo cortés, excepto con Dois, que exigía mimos. Eso era todo. Nunca imaginó que llegaría a estimar a esos felinos displicentes como miembros de la familia que no tenía. Se sentó en una silla de la sala de espera bajo la mirada comprensiva de la recepcionista a beber un café aguado y amargo, con dos de sus pastillas verdes para los nervios y una rosada para la acidez estomacal, hasta que recuperó el control. Debía regresar a su casa.
Las luces del coche alumbraban un paisaje desolado de calles sin vida. Richard avanzaba lentamente, atisbando con dificultad por el medio círculo despejado en la escarcha del vidrio. Esas calles pertenecían a una ciudad desconocida y por un minuto se creyó perdido, aunque había hecho el mismo trayecto con anterioridad. El tiempo inmóvil, el zumbido de la calefacción y el tic tac acelerado del limpiaparabrisas, la impresión de que el automóvil flotaba en un ámbito algodonoso, el desconcierto de ser la única alma presente en un mundo abandonado. Iba hablando solo, con la cabeza llena de ruido y pensamientos nefastos sobre los horrores inevitables del mundo y de su vida en particular.¿Cuánto más iba a vivir y en qué condiciones? Si uno vive lo suficiente le da cáncer a la próstata. Si uno vive más se le desintegra el cerebro. Había alcanzado la edad del susto, ya no le atraían los viajes, estaba amarrado a la comodidad de su hogar, no quería imprevistos, temía perderse o enfermarse o morirse y que nadie descubriera su cadáver hasta un par de semanas más tarde, cuando los gatos hubieran devorado buena parte de sus restos. La posibilidad de ser hallado en un charco de vísceras putrefactas lo aterraba de tal modo, que había acordado con su vecina, una viuda madura con temperamento de hierro y corazón sentimental, enviarle un mensaje de texto cada noche. Si fallaba en dos días, ella vendría a echar un vistazo en su casa, para eso le había dado llave. El mensaje contenía sólo dos palabras: vivo todavía. Ella no tenía obligación de responder, pero sufría del mismo temor y siempre lo hacía con tres palabras: joder, yo también. Lo más temible de la muerte era la noción de eternidad. Muerto para siempre, qué horror.
Richard temió que empezara a formarse el nubarrón de ansiedad que solía envolverlo. En esos caso se tomaba el pulso y no lo sentía o sentía que le galopaba. Había sufrido un par de ataques de pánico en el pasado, tan parecidos a un ataque al corazón, que terminó hospitalizado, pero no se le habían repetido en los últimos años, gracias a las pastillas verdes y porque aprendió a dominarlos. Se concentraba en visualizar el cúmulo negro sobre su cabeza traspasado por poderosas lanzas de luz, como los rayos divinos de las estampas religiosas. Con esa imagen y unos ejercicios de respiración lograba disolver la nube; pero fue innecesario recurrir a ese truco, porque pronto se rindió ante la novedad de su situación. Se vio desde lejos, como en una película de la cual él no era protagonista, sino espectador.
Hacía muchos años que vivía en un entorno perfectamente controlado, sin sorpresas ni sobresaltos, pero no había olvidado del todo la fascinación de las pocas aventuras de su juventud, como el loco amor por Anita. Sonrió ante su aprensión, porque conducir unas cuantas cuadras con mal tiempo en Brooklyn no era exactamente una aventura. En ese instante adquirió clara consciencia de lo pequeña y limitada que se había vuelto su existencia y entonces sintió miedo de verdad, miedo de haber perdido tantos años encerrado en sí mismo, miedo de la prisa con que pasaba el tiempo y se venían encima la vejez y la muerte. Los anteojos se le empañaron de sudor o de lágrimas, se los arrancó de un manotazo y trató de limpiarlos con una manga. Estaba oscureciendo y la visibilidad era pésima. Aferrado al volante con la mano izquierda trató de ponerse los lentes con la derecha, pero los guantes trabaron el movimiento y los lentes se le cayeron y fueron a dar entre los pedales. Una palabrota se le escapó de entre las tripas.
En ese momento, cuando se distrajo brevemente tanteando el suelo en busca de los lentes, un coche blanco que iba adelante, disimulado en la nieve, frenó en la intersección de otra calle. Richard se le estrelló por detrás. El impacto fue tan inesperado y apabullante, que por una fracción de segundo perdió el conocimiento. Se recuperó de inmediato con la misma sensación anterior de hallarse fuera de su cuerpo, el corazón disparado, bañado de transpiración, la piel caliente, la camisa pegada a la espalda. Sentía la incomodidad física, pero su mente estaba en otro plano, separada de esa realidad. El hombre de la película seguía escupiendo palabrotas dentro del automóvil y él, como espectador, desde otra dimensión, evaluaba fríamente lo ocurrido, indiferente. Era un choque mínimo, estaba seguro. Ambos vehículos iban muy lento. Debía recuperar los lentes, bajarse y enfrentar al otro conductor civilizadamente. Para algo existían los seguros.
Al descender del automóvil resbaló en el pavimento helado y habría aterrizado de espaldas si no se aferra de la puerta. Comprendió que aunque hubiera frenado, de todos modos se habría estrellado, porque habría seguido rodando por inercia dos o tres metros antes de detenerse. El otro vehículo, un Lexus SC, recibió el impacto por detrás y la fuerza del choque lo impulsó hacia adelante. Arrastrando los pies, con el viento en contra, Richard anduvo la corta distancia que lo separaba del otro conductor, quien también había descendido del coche. Su primera impresión fue que se trataba de un niño demasiado joven como para tener licencia de manejar, pero al acercarse más se dio cuenta de que era una muchacha diminuta. Vestía pantalones, botas de goma negras y un anorak demasiado holgado para su tamaño. La capucha le tapaba la cabeza.
—Fue culpa mía. Perdone, no la vi. Mi seguro pagará los daños - le dijo.
La chica le echó una mirada rápida al foco roto y la cajuela abollada y entreabierta. Trató inútilmente de cerrarla, mientras Richard repetía lo del seguro.
—Si quiere llamamos a la policía, pero no es necesario. Tome mi tarjeta, es fácil ubicarme.
Ella no parecía oírlo. Visiblemente alterada, siguió golpeando la tapa con los puños hasta convencerse de que no podría cerrarla bien, entonces regresó a su asiento lo más de prisa que las ráfagas de viento le permitían, seguida por Richard, quien insistía en darle sus datos. Se metió al Lexus sin darle ni una mirada, pero él le tiró su tarjeta a la falda justamente cuando ella apretaba el acelerador sin alcanzar a cerrar la puerta, que le pegó a Richard y lo tiró sentado en la calle. El vehículo dobló la esquina y desapareció. Richard se puso trabajosamente de pie, sobándose el brazo machucado por la puerta, y concluyó que ese había sido un día calamitoso y lo único que le faltaba era que el gato se muriera.