[ fragmento]

Fragmento del audiolibro (de otra parte del libro).


En l912, Takao Fukuda había dejado a su familia y emigrado por razones metafísicas, pero ese factor había ido perdiendo importancia en sus evocaciones y a menudo se preguntaba por qué había tomado esa decisión tan drástica. El Japón se había abierto a la influencia extranjera y ya había muchos hombres jóvenes que se iban a otras partes buscando oportunidades, pero entre los Fukuda se consideraba el abandono de la patria como una traición irreparable. Provenían de una tradición militar, habían vertido su sangre por el Emperador durante siglos. Takao, por ser el único varón entre los cuatro niños que sobrevivieron a las pestes y accidentes de la infancia, era depositario del honor de la familia, responsable por sus padres y hermanas, y encargado de venerar a sus antepasados en el altar doméstico y en cada festividad religiosa. Sin embargo, a los quince años descubrió a Oomoto, el camino de los dioses, una nueva religión derivada del sintoísmo, que estaba tomando vuelo en Japón, y sintió que por fin había encontrado un mapa que guiara sus pasos en la vida. Según sus líderes espirituales, casi siempre mujeres, pueden haber muchos dioses, pero todos son esencialmente el mismo y no importa con qué nombres o rituales se les honre; dioses, religiones, profetas y mensajeros a lo largo de la historia provienen de la misma fuente: el Dios Supremo del Universo, el Espíritu Único, que impregna todo lo existente. Con ayuda de los seres humanos, Dios intenta purificar y reconstruir la armonía del universo y cuando esa tarea concluya, Dios, la humanidad y la naturaleza coexistirán amablemente en la tierra y en el ámbito espiritual. Takao se entregó de lleno a su fe. Oomoto predicaba la paz, alcanzable sólo a través de la virtud personal, y el joven comprendió que su destino no podía ser una carrera militar, como correspondía a los hombres de su estirpe. Irse lejos le pareció la única salida, porque quedarse y renunciar a las armas sería visto como imperdonable cobardía, la peor afrenta que podía hacerle a su familia. Trató de explicárselo a su padre y sólo consiguió romperle el corazón, pero expuso sus razones con tal fervor, que éste terminó por aceptar que perdería a su hijo. Los jóvenes que se iban, no regresaban más. El deshonor se lava con sangre. La muerte por la propia mano sería preferible, le dijo su padre, pero esa alternativa contradecía los principios de Oomoto.

Takao llegó en la costa de California con dos mudas de ropa, un retrato de sus padres coloreado a mano y la espada de samurai que había estado en su familia por siete generaciones. Su padre se la entregó en el momento de la despedida, porque no podía dársela a ninguna de sus hijas, y aunque el joven nunca fuera a usarla, le pertenecía según el orden natural de las cosas. Esa katana era el único tesoro que poseían los Fukuda, del mejor acero plegado y vuelto a plegar dieciséis veces por antiguos artesanos, con mango labrado de plata y bronce, en una vaina de madera decorada con laca roja y lámina de oro. Takao viajó con su katana envuelta en sacos para protegerla, pero su forma alargada y curva era inconfundible. Los hombres que convivieron con él en la cala del barco durante la fatigosa travesía lo trataron con la debida deferencia, porque el arma probaba que provenía de un linaje glorioso. Al desembarcar recibió ayuda inmediata de la minúscula comunidad Oomoto de San Francisco y a los pocos días obtuvo empleo de jardinero con un compatriota. Lejos de la mirada reprobatoria de su padre, para quien un soldado no se ensucia las manos con tierra, sólo con sangre, se dedicó a aprender el oficio con determinación y en poco tiempo se hizo de un buen nombre entre otros Isei que vivían de la agricultura. Era incansable en el trabajo, vivía frugal y virtuosamente, como exigía su religión, y en diez años ahorró los ochocientos dólares reglamentarios para encargar una esposa al Japón. La casamentera le ofreció tres candidatas y él se quedó con la primera, porque le gustó el nombre. Se llamaba Heideko. Takao fue a esperarla al muelle con su único traje, comprado de tercera mano y brillante en los codos y en las posaderas, pero de buena factura, con los zapatos lustrados y un sombrero panameño, adquirido en Chinatown. La novia migratoria resultó ser una campesina diez años menor que él, sólida de cuerpo, plácida de rostro, firme de temperamento y atrevida de lengua, mucho menos sumisa de lo que la casamentera le había anunciado, como se vio desde el primer momento. Una vez recuperado de la sorpresa, a Takao esa fortaleza de carácter le pareció una ventaja. Heideko llegó a California con muy pocas ilusiones. En el barco, donde compartió el reducido espacio que le asignaron con una docena de muchachas de su misma condición, había escuchado historias desgarradoras de vírgenes inocentes como ella, que desafiaban los peligros del océano para casarse con jóvenes pudientes en América, pero en el muelle las esperaban viejos pobretones, o en el peor de los casos, chulos que las vendían a los prostíbulos o como esclavas en fábricas clandestinas. No fue su caso, porque Takao Fukuda le había enviado un retrato reciente y no la engañó sobre su situación, le hizo saber que sólo podía ofrecerle una vida de esfuerzo y trabajo, pero honorable y menos penosa que la de su aldea del Japón. Tuvieron cuatro hijos, Charles, Megumi y James y años más tarde, cuando Heideko se creía a salvo de la fertilidad, les llegó Ichimei en l932, prematuro y tan débil, que lo dieron por perdido y no tuvo nombre en sus primeros meses. Su madre lo fortaleció como pudo con infusiones de hierbas, sesiones de acupuntura y agua fría, hasta que milagrosamente empezó a dar muestras de que iba a sobrevivir, entonces le dieron un nombre japonés, a diferencia de sus hermanos, que recibieron nombres anglos, fáciles de pronunciar en América. Lo llamaron Ichimei, que quiere decir: vida, luz, brillo o estrella, según el kanji o ideograma que se use para escribirlo. Desde los tres años el niño nadaba como congrio, primero en piscinas locales y después en las aguas heladas de la bahía de San Francisco. Su padre le templó el carácter con el trabajo físico, el amor a las plantas y las artes marciales.